Ana María Redi nació en Arezzo, Italia, el 15 de Julio de 1747. Fue la segunda de trece hermanos todos los cuales, salvo el primogénito y los cinco que fallecieron de niños, se consagraron a Dios. Tuvo una infancia muy feliz, destacó por su inclinación a la piedad, deseos de santidad y compasión por los pobres.
Con nueve años fue internada en el colegio de Santa Apolonia de las Benedictinas de Florencia donde, de 1756 a 1763, recibió una esmerada educación. Tras unos ejercicios espirituales a los 14 años, se vuelve una niña responsable y afable, que se hace querer.
Se sintió llamada a la vida religiosa y se planteó ingresar Benedictina. Tras una conversación fortuita con una amiga que iba a ingresar en el Carmelo, Anita sintió la vocación de carmelita (que ella no apreciaba antes). Salió del colegio para madurar su decisión. Al cumplir los 17 años comunicó su resolución para sorpresa de todos y disgusto de las monjas de su colegio.
Ingresó para un periodo de prueba el 1 de septiembre de 1764 en las Carmelitas Descalzas de Florencia. Poco antes de terminar el postulantado fue operada de la rodilla, y salió del convento sin saber si sería admitida. Ingresó y tomó el hábito el 10 de marzo de 1765, haciéndose propósito de vivir la oración, la obediencia y el silencio. Profesó el 12 de marzo de 1766 con el nombre de Teresa Margarita del Corazón de Jesús.
De natural fogoso, aprendió a controlarse y llevó una vida de admirable fidelidad desde el comienzo. Desde su entrada al Carmelo, la relación con su padre –de mutua ayuda espiritual– alcanzó mayor profundidad. Tuvo gran amistad con una hermana de comunidad. Se contrastaban y comprometían mutuamente para ser mejores religiosas.
Su conocimiento del latín facilitó que comprendiera los textos bíblicos y litúrgicos, disfrutaba recitándolos constantemente, queriendo vivir la Regla del Carmelo meditando “día y noche la Palabra de Dios”. Tenía especial simpatía por textos de San Pablo como: “vuestra vida está con Cristo, escondida en Dios”. A veces parecía atolondrada, como cuando se sobrecogía con las maravillas de la creación, y llegaron a temer que fuese melancólica. Sus hermanas de comunidad solo tras su muerte comprendieron la santidad de esta joven carmelita.
Tenía constante memoria de Cristo Crucificado, “capitán del amor” que levanta “el estandarte de la Cruz”. Desde los ejercicios espirituales de 1768, se propuso en todas sus acciones no tener otra mira que el amor y unir su voluntad con la de Dios. Fue perseverante en pequeños servicios a las hermanas y no consentía murmuraciones ni críticas. Exclamaba constantemente: “Dios es amor”. Vivía en continua acción de gracias: “¡Que pruebe quien no lo crea y no se atreva a acercarse a Él, lo bueno y generoso que es nuestro amorosísimo Dios!”
En el ejercicio de la caridad era exquisita. Desde el principio se ofrecía a cuidar a hermanas ancianas y enfermas, en las que veía al mismo Jesucristo, y fue ayudante de la enfermera. Las enfermas la solicitaban y ella se ofrecía a cuidar a las más difíciles, incluso una hermana demente y agresiva que todas temían y que ella sabía llevar con gran paciencia y sin lamentarse.
Al final de su vida, tuvo gran aridez en la oración. Experimentó repugnancia, insensibilidad, temores, tentaciones y antipatía a la virtud. Ella redoblaba su fe, vivía en abandono confiado a Dios y recitaba salmos, frases bíblicas o la expresión: “¡Padre bueno!”. Amante de la lectura desde niña, al final solo podía leer a Santa Teresa.
Falleció de apendicitis el 7 de marzo de 1770.