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7 marzo 2020

Mensaje del Prepósito General en el 250º aniversario de la muerte de Sta. Teresa Margarita del Corazón de Jesús

El 7 de marzo de este año se cumple el 250º aniversario de la muerte de Santa Teresa Margarita del Corazón de Jesús, monja del Carmelo de Florencia. Nació en Arezzo el 15 de julio de 1747, la segunda de trece hijos, y fue bautizada del día de la Virgen del Carmen con el nombre de Ana María. Su padre se llamaba Ignacio Redi, descendiente de una familia que se distinguía por una sólida tradición cultural (entre sus antepasados se encuentra Francisco Redi, uno de los más importantes científicos naturalistas del siglo XVII, además de poeta y literato) y por una profunda vida de fe. El caballero Ignacio fue para Ana María el primero y fundamental guía espiritual, él la introdujo en el conocimiento de Dios, la práctica de la oración y el ejercicio de las virtudes. La hija halló en él la gracia de una firmeza inteligente, unida a la ternura de un padre amoroso.

El día que nuestra Orden ha escogido para celebrar la memoria litúrgica de Sta. Teresa Margarita es el primero de septiembre, el día en que Ana María atravesó el umbral del monasterio de Santa Teresa de Florencia a la edad de 17 años. Allí permanecerá poco más de cinco años, hasta el día de su muerte, acaecida el 7 de marzo de 1770.

El hilo conductor de una fe simple, pero vigorosa, atraviesa la vida entera de Teresa Margarita. El Corazón de Jesús, nombre religioso y programa de vida, es su principio inspirador. A pesar de las resistencias que el culto al Corazón de Jesús encontraba en ciertos ambientes toscanos de su tiempo, de tendencia jansenista, Ana María, gracias a la influencia de su tío Diego, jesuita, y a la lectura de la vida de Sta. Margarita María de Alacoque, se nutrió de esta espiritualidad, que tiene su centro en la actualidad de la pasión y gloria del Señor Jesús: Cristo nos ama ahora, del mismo modo que goza y sufre ahora. La popularidad de esta devoción se fundaba precisamente en este principio actualizador, que hacía de la vida del cristiano una eficaz participación en los sufrimientos y alegrías de Jesús. En uno de los textos más famosos de Sta. Teresa Margarita, los Propósitos de los Ejercicios Espirituales del 1768, la joven carmelita siguió este planteamiento fundamental: sus alegrías y sus sufrimientos adquieren significado únicamente unidos a los sentimientos del corazón de Cristo. El camino que de ello se sigue no está orientado tanto a conseguir la perfección, cuanto más bien al abandono en la fe. Precisamente por esto la Santa, después de haber declarado que el Amor es el único fin al que tiende su actuar, se pregunta: ¿Qué se necesita para asumir con determinación y fidelidad un proyecto de vida tal? La respuesta es: «Me es necesario un total abandono en Dios… para que solo vos operéis en mí». La experiencia de Teresa Margarita tiene como característica profunda esta actitud de abandono confiado, de humilde y cada vez más sufriente entrega a la obra amorosa del Padre.

El evento que ha hecho célebre a Sta. Teresa Margarita es la gracia del «Deus caritas est», a la cual fue preparada a través del sencillo pero agotador oficio de vice-enfermera. La tarea comenzó prácticamente con la profesión religiosa y fue para ella el medio más concreto de expresar al Señor su desde de amarlo. El oficio de enfermera se sumaba a otros que le eran requeridos, en una comunidad que vivía un período de enfermedades frecuentes. Pero de todos los testimonios se deduce una disposición natural y espiritual para este servicio, en el cual desplegó con generosidad toda su delicada caridad. La gracia mística es descrita así por una de sus hermanas más cuidadosas en la deposición realizada en el Proceso:

Observé además en el año 1767 […] otro cambio sensible en su comportamiento externo en ocasión de que, encontrándome yo un día viéndola salir de su celda y andando detrás de ella sin que me observase o se diese cuenta de que la seguía, percibí que tenía todo el rostro encendido y un aire de abstracción o transporte y, con sentimiento y clara y ponderada voz, profería estas palabras latinas: «Deus charitas est, qui manet in charitate in Deo manet, et Deus in eo», y profiriendo a menudo estas palabras, caminó hasta el coro y aún después de terminados los oficios, continuó, creyendo que no era escuchada, pronunciando estas palabras durante varios días, siempre en un tono y aspecto conforme a lo descrito anteriormente, de manera que este hecho fue evidente para las otras religiosas, quienes tuvieron ocasión de escucharla, si bien ella, abrumada por su pensamiento, no creía que ninguna la oyese.

 

Desde ese día la joven religiosa fue casi acosada por algunas hermanas. La seguían para saber qué es lo que estaba sucediendo en ella, como si quisiesen oír aquellos «gemidos inexpresables» con los cuales el Espíritu Santo se manifestaba después de haberse establecido en un corazón libre. Y, en efecto, las monjas testimoniarán que, desde aquella experiencia de gracia en adelante, Teresa Margarita «comenzó a comportarse» de un modo nuevo, cambió la trayectoria, redefinida por la nueva meta. Ser poseídos por el Amor inflama. Bien pronto, sin embargo, la Santa experimenta que su llama no solo calienta e ilumina, sino que también abrasa y consume, hasta privarla de toda seguridad y posesión.

Las cartas que escribe a su director espiritual, el docto y sabio P. Ildefonso de San Luis, en los últimos dos años de su vida, son llamadas de socorro emitidas por una persona que naufraga en la oscuridad de un misterio que la supera. Si, por una parte, su deseo de servir crece hasta el punto de no dejarle tiempo para el cuidado de su vida espiritual, por otra, el sentimiento que la invade es de radical pobreza, de incapacidad de responder a un Amor que se le ha manifestado con tal fuerza. Frialdad, insensibilidad, abatimiento, repugnancia, son los términos que con más frecuencia salen de su pluma para describir el estado de ánimo en el que se encuentra sumergida. No consigue explicar el contraste que experimenta: repugnancia ante cualquier acto de virtud y, al mismo tiempo, deseo de igualarse en todo al Corazón de Jesús. Comprende entonces que ha llegado el tiempo de «padecer y callar… y ser en todo imperturbable como si fuese insensible», cosa, por lo demás, más fácil de escribir que de hacer.

No le queda sino rendirse a la única certeza que subsiste, no la de su virtud, sino la del amor de Dios: «Pero me consuelo también sintiendo que, no obstante tanto desamor a mi buen Dios, Él nunca ceja en el ir siempre en busca de mi corazón».

Esta es la fe plena, madura, radical, a la cual ha llegado Teresa Margarita. No se trata de un simple asentimiento intelectual a las verdades de la fe, que, sin embargo, son parte integrante de ella; la fe es más bien la actitud que le hizo buscar y encontrar en Dios -y no en sí misma- su seguridad. Sobre esa fe la Santa se asentó como sobre la cruz, en un abandono tanto más completo cuanto más es profunda la oscuridad que la acompaña hasta el último día de su vida. Creer y amar van unidos, se dirigen a la misma meta, no son sino dos declinaciones de la misma confianza filial ante Dios, a la cual va indisolublemente unido el esperar «en [su] misericordia… y en su caridad».

El testimonio de Teresa Margarita es un recordatorio para todos nosotros, carmelitas descalzas y descalzos del siglo XXI, que nos recuerda que la unión con Dios es y será siempre el fin al que tiende nuestra vocación, una unión «misteriosa», como dicen nuestras Constituciones, como lo es la presencia de Dios en medio de la historia del mundo. Precisamente porque es misteriosa, es decir, escondida, la forma de esta unión no consiste en fenómenos místicos extraordinarios, en carismas especiales y espectaculares, de los cuales la carne religiosa es tan ávida. Es una forma ordinaria, aún más, una forma servicial y humilde, la misma que Jesús ha asumido en su vida terrena. Es la vida de una criatura humana que entrega, día tras día, pedazo a pedazo, todo su ser en las manos del Padre, con la segura certeza de que de Él lo recuperará renovado y hecho miembro del cuerpo herido y glorioso de Cristo Resucitado. Esta entrega es la consecuencia de un deseo más grande que Dios ha puesto en lo profundo del corazón humano de un «exceso» sin el cual el cristianismo perdería su sentido, y aún más la vocación contemplativa. Como ha sido escrito recientemente, «solo a partir de este movimiento de desequilibrio no garantizado, en el que ponemos a disposición todo lo que somos, aun sabiendo que no es suficiente, el cristianismo puede volver a hablar con el hombre contemporáneo. Y hacerse escuchar, porque toca una fibra sensible»[1].

[1] C. Giaccardi – M. Magatti, La scommessa cattolica, Il Mulino, Bologna 2019, p. 82.